El purgatorio (Acto IV)

Pasadas unas horas, el Chimera disponible volvía a estar plenamente operativo, cargado de munición y con todo aquel capaz de pelear viajando en su interior. El resto fue evacuado de vuelta a la ciudad, excepto lo que se encontraban en un estado más grave, que serían ejecutados en el margen de la carretera.
  • Espero no encontrar más complicaciones, y menos con estos ineptos de mi lado. Dijo Meginhard.
  • Ya falta poco, por la distancia y siendo esta carretera el único acceso intuyo que ese era su puesto defensivo.
  • Coincido con ello Caballero Augusto, pero una vez dentro del complejo...
La tropa imperial superviviente parecía no verse afectada por la gran perdida de efectivos, ni por las ejecuciones de Augusto. Todo lo contrario, la tropa estaba eufórica.
  • Les hemos dado una buena a esos traidores ¿eh tíos?
  • Ya te digo, ¡nadie se mete con los verdaderos siervos del emperador!
Augusto no decía nada, pero sus muecas expresaban lo poco contento que se encontraba con ese atajo de incompetentes. ¿Como era posible que para una misión encomendada por el propio Inquisidor, le hubieran otorgado semejante escoria?
  • Ahora soy yo quien le ve preocupado capitán. Preguntó Meginhard con una irónica sonrisa.
  • ¿Es eso una pregunta sargento? Le borró la sonrisa de un plumazo.
El sol caía por el horizonte y la oscuridad se adueñaba de la zona. El retraso de casi 3 horas en esa colina les había costado caro, y por si fuera poco habían perdido el factor sorpresa, por no mencionar que la mayor parte del convoy ya no existía. La cara de Augusto era la correcta.
  • Señor. Advirtió el conductor. Según el radar estamos muy cerca del cañón.
  • Bien, apague toda luz y pase a visión infrarroja , reduzca la velocidad, no desearía caer por ese abismo. Ordeno Augusto.
  • Sí señor.
Meginhard se acercó en el momento justo, El Chimera torcía la que sería la última curva del camino para dejar entrever el millar de luces que habitaban en ese extraño complejo. Este parecía descolgarse por el precipicio, pero estaba bien sujeto, era enorme.
  • ¿Como han podido construir esa mole sin que el Imperio supiese de su existencia? Preguntó Meginhard.
  • Imposible. Respondió Augusto. Seguro que muchos sabían de el. Solo la traición pudo mantener esto en secreto. Maldito Laredian...
Las bromas y el optimismo de la tropa cesaron, ninguno esperaba encontrarse esa monstruosidad. Las preguntas no tardaron en aparecer.
  • ¿Cuanta gente habrá ahí dentro?
  • ¿Tendrán artillería pesada?
  • ¿Carros de combate?
E inevitablemente, pregunta tras pregunta, la más temida terminó haciendo acto de presencia.
  • ¿Qué podemos hacer solo nosotros contra todo eso? ¡Ni siquiera con el convoy en su totalidad podríamos hacer frente a eso!
  • ¡El Inquisidor nos ha enviado a la muerte! Dijo un soldado
  • ¡Basta! Ordenó Augusto. El Inquisidor no arriesgaría la vida de un Capitán Gris sin más. Hay algo extraño en todo esto.
Nadie dijo nada, estaba en lo cierto. Entre tanta duda nadie reparó en ordenar el alto del Chimera, y este, inevitablemente, llegó a la puerta principal. Allí se detuvo. Todos contuvieron el aliento y nadie dijo nada, parecían esperar lo inevitable, proyectiles antiblindados, que nunca llegaron.
  • Demasiadas distracciones... Dijo Augusto a nadie.
  • ¿Donde están, porqué no nos disparan Capitán?
  • Es evidente que esto nos supera. Comisario, usted se queda al mando, coloque el Chimera en un sitio resguardado y despliegue a sus hombres en un perímetro defensivo a su alrededor. No delaten su posición. El sargento y yo iremos a echar un rápido vistazo.
  • Si señor. Respondió el comisario Orlov.
Los imperiales situaron el Chimera tras unos arboles al abrazo de la oscuridad y se desplegaron en un perímetro de 360º defensivo con la torreta del Chimera vigilando la zona que daba a la puerta del complejo como apoyo de cobertura, por si algo salía mal.
Meginhard y Augusto cruzaron la puerta de cobertura en cobertura en el mayor silencio posible, mientras lo hacían no podían parar de echar un vistazo a cada rincón, ventana y tejado, no se fiaban.
  • Nos tenían a tiro, ¿porqué no han disparado? Se preguntó Augusto.
  • Quizá crean que solo somos una avanzadilla, y no quieren hacer saltar la trampa antes de tiempo. Dijo Meginhard.
Augusto se quedó pensativo con esas palabras, y de pronto se puso en pie, salió de su cobertura, y se situó en medio del patio. Meginhard le instó a que no hiciera una locura, pero Augusto no le escuchó.
  • Soy Augusto, capitán de los caballeros grises, el martillo del emperador, he venido en nombre del Lord Inquisidor en persona a exterminar a cada traidor que more entre estos muros.
Meginhard se agachó, si esperaban al grueso del convoy ahora sabían que el grueso estaba ahí de pie inmóvil, mostrando su armadura y sus galones, pero ningún ruido rompió las palabras de Augusto. Aquello estaba desierto.
  • Salga de ahí sargento. Ordeno Augusto.
En cuanto el sargento Meginhard se colocó al lado de Augusto, temeroso, Augusto levanto su bólter y disparó un cargador entero hacia las ventanas, puertas y cualquier cosa que se le antojara. Nadie replicó. El comunicador de Augusto y Meginhard sonó.
  • Hemos oído disparos, ¿están bien? ¿vamos a buscarles? Era el comisario Orlov.
  • No, ha sido el capitán, estamos bien, el complejo está desierto. Continúen en su posición, vamos a buscar lo que sea que tenemos que buscar y a salir de aquí. Meginhard corto.
Tras inspirar profundamente, El sargento marine y el capitán gris se internaron en el laberíntico complejo en busca de aquello de lo que no conocían su forma, y cuya ubicación desconocían. La tarea prometía largas horas, sino días.

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